lunes, 10 de julio de 2023

Irrupción de lecturas II/II

POR MARIO ROSALDO



Ramón Vargas Salguero asegura en 1962 que José Villagrán García arranca su búsqueda de una explicación filosófica para el dilema que planteaba el ejemplo de La Magdalena de París, que si bien era considerada «bella» no era «verdadera» porque su «apariencia resultante» no correspondía con la técnica, ni «la obra en conjunto con su época»[1]. Según Vargas Salguero, el arquitecto Villagrán García se preguntaba cómo era posible eso, ya que la teoría de Guadet establecía que «para ser bella» una obra de arquitectura debía «ser al mismo tiempo verdadera»[2]. Vargas Salguero hace ver que en el cambio del siglo XIX al siglo XX, «la belleza, la verdad, la bondad» no eran todavía un problema específico en el campo de la filosofía; que en vez de hablar de «valores», los filósofos hablaban de «modos de ser»[3]. En vez de «claridad» respecto a los «valores», en el medio filosófico había una «plena nebulosidad»[4]. Y —aclara Vargas Salguero— aunque el panorama cambia drásticamente después de que Max Scheler publica completa su Ética (1913-1916), por la barrera del idioma, pasará «mucho tiempo» antes de que en México «tengamos noticias de ella»[5]. Por lo demás, comenta, de poco habría servido que Villagrán García leyera en alemán a los «primeros axiólogos», como Meinong y Ehrenfels, porque hacían «depender el valor de un producto de él», o como los que decían seguir a Platón en la creencia de que lo bello, lo agradable y lo bueno debían estar siempre en armonía[6]. De acuerdo a Vargas Salguero, Villagrán García se plantea por primera vez el problema de lo bello y lo verdadero en 1930, siendo ya profesor de la clase de teoría de la arquitectura en la Universidad Nacional. Unos siete años después continua sin resolverlo, pero a partir de 1937 «aparecen los primeros esbozos por superarlo, paralelamente a los que surgen en los libros de filosofía de la fecha»[7]. Creemos que Vargas Salguero está pensando aquí en libros de filosofía en español. Pero no sabemos a ciencia cierta si se refiere sólo a los profesores españoles José Ortega y Gasset y Manuel García Morente, quienes publican sus «esbozos» en libros y revistas, o los aluden en conferencias, o si también está pensando en los profesores mexicanos Antonio Caso, Adalberto García de Mendoza y Francisco Larroyo, cuyos «esbozos» acerca de los valores aparecen en libros y revistas, o de igual manera se comentan en sus conferencias. Aunque Ortega y Gasset y Morente comienzan a mencionar la teoría de los valores de Scheler desde 1924, García de Mendoza desde 1931/32, Caso desde 1933 y Larroyo por lo menos desde 1936, hemos de suponer —conforme a lo dicho por el mismo Vargas Salguero— que el interés sistemático por los valores en estos y otros grupos de filósofos estimula a Villagrán García en su búsqueda de respuestas, pero sin proporcionarle nunca ninguna solución satisfactoria, pues ninguno de ellos llega tan lejos como Scheler al hablar de valores absolutos, de valores independientes unos de otros. Así, con Scheler, una obra de arquitectura podría ser bella, sin ser verdadera y viceversa. De acuerdo a lo que Vargas Salguero explica más tarde, en 1964, la independencia scheleriana de los valores no sólo diluyó esa vieja inquietud de Villagrán García, sino que al mismo tiempo, le permitió justificar la prioridad del valor humano o social, con lo que —en opinión de Vargas Salguero, por supuesto— la teoría villagraniana superó definitivamente el rígido esquema de Scheler, esa «tabla jerárquica e inmutable»[8] que fijaba los valores en el tiempo y en el espacio, imposibilitando cualquier cambio histórico en ellos y en sus relaciones independientes.

Es interesante el contraste entre lo que argumenta Vargas Salguero y lo que Rafael López Rangel —amigo en algún momento de Vargas Salguero— critica a Villagrán García: que éste queda atrapado en el subjetivismo de Scheler, por decir lo menos. Por su carácter multivalente, la teoría villagraniana se alinea con la corriente pluralista, sin romper del todo con el monismo al poner el énfasis, en lo social, en lo humano. Puede sostenerse entonces que, en efecto, Villagrán García se aproxima a la vía conciliatoria. Por otro lado, al adoptar la filosofía como base de reflexión, la teoría villagraniana —queriéndolo o no— se enfrenta al tecnicismo y al pragmatismo de la época, pero se ve superada por ambos, tanto porque es una teoría que no se terminó de publicar como porque —a nuestro juicio— su difusión universitaria fue más preceptiva que crítica. Respecto a lo primero, dice Vargas Salguero:

«Esta teoría de la arquitectura de Villagrán hasta la actualidad no ha sido publicada, ni por el mismo, en toda su amplitud. Surgida de condiciones históricas concretas, se ha ido desenvolviendo poco a poco respondiendo en cada momento a los nuevos y heterogéneos requerimientos que tales condiciones arquitectónicas le planteaban, razón por la cual la encontramos desmembrada en diversos escritos, en diversas conferencias y cursos, que no obstante darse aislados, no deben por ningún motivo hacernos pensar que pierden ilación entre ellos, sino verlas como parciales profundizaciones que esperan solamente una nueva transformación meramente externa, esto es, su publicación conjunta»[9].

En cuanto a nuestro parecer, baste decir que la educación universitaria de grado y de posgrado sigue siendo preceptiva por más que se la haya querido liberar de las viejas prácticas poniendo simbólicamente en las manos de los estudiantes la evaluaciones de sus trabajos. No es nuestro propósito emprender una nueva investigación para demostrar esto. Reconocemos solamente que la crítica a la teoría villagraniana está por hacerse, pero esta labor pertenece a los portavoces de las nuevas generaciones, quienes tal vez podrían interesarse en ella. La crítica desarrollada por López Rangel en los sesenta y setentas, supone ser la oposición de una teoría realista a otra idealista o subjetivista, pero en los hechos, no soporta la confrontación con su propio punto de partida, pues no se trata de la teoría realista que dice ser, sino de una versión en la que se confunde la realidad con la falsa representación de ella, la conciencia con la ideología, la objetividad con la filiación a un partido de izquierda o a una causa, etc., etc.[10]

Ubicados, pues, a finales de los setenta, nos encontramos con dos tendencias, la que venía de fuera del país hablándonos de las bondades del pluralismo y la que nacía entre nuestros intelectuales más reconocidos y que se presentaba, o bien como un debate teórico entre monistas y pluralistas, o bien como una reposición algo más liberal de la tradicional vía conciliatoria teológico-filosófica. Si el crítico de arquitectura, Rafael López Rangel, se declaraba marxista y fiel a la causa de la izquierda nacional y por lo tanto acérrimo defensor del proletariado, los críticos literarios y políticos como Octavio Paz, se consideraban independientes del gobierno y de cualquier partido, y decían estar abiertos a todo «ismo» de izquierda a condición de que éstos reconocieran sus «errores dogmáticos» o no se cerraran al «diálogo humanista». Muchos otros o bien se comprometían con el ideario de la revolución mexicana, o bien aspiraban a ser intelectuales «orgánicos» del sistema, identificándose como de centro, de izquierda o de derecha. La tendencia predominante era reformular las teorías venidas de fuera, para darles un sello propio, pero a la vez se daba la bienvenida a la demanda de un diálogo y una crítica en el seno de las «ideologías» de izquierda consideradas por lo común «intransigentes», «autoritarias» o «antidemocráticas». Así, se seguían divulgando en México las ideas de la llamada Escuela de Frankfurt, que si por un lado defendía a Marx, por el otro lo neutralizaba interpretándolo tendenciosamente y restándole importancia. Al mismo tiempo, se difundía el marxismo crítico o humanista, donde destacaban entre otros Mihailo Marković, Karel Kosík y Adam Schaff, filósofos serbio, checo y polaco, respectivamente, quienes representaban no sólo la posibilidad de pensar al margen de los centros del poder mundial, sino también en contra de esos centros, fueran del Este o del Oeste. Al inicio, desde luego, la intención de las instituciones oficiales era formar críticos que tradujeran las ideas foráneas en ideas propias, pero, por su mismo impulso y naturaleza, la actitud crítica se volvió contra los centros de los poderes locales. Con el pretexto de que el desarrollo industrial de la nación necesitaba un número cada vez mayor de profesionales productivos y competentes, no de críticos del sistema capitalista, no de inconformes con las políticas nacionales, no de futuros «desempleados» en un mundo industrial y tecnológico, se propició a escala nacional el aumento de escuelas técnicas y la difusión del pensamiento tecnócrata. De suerte que, si en teoría se solicitaba un diálogo, una crítica razonada y conciliadora, entre adversarios intelectuales y políticos, en los hechos imperaba el pragmatismo y la cerrazón. Si en un momento había encuentros, pactos, coaliciones o conciliaciones, en otro la incomprensión entre monistas y pluralistas era pública y notoria. Se mantenía sin embargo la ilusión de que ya no se buscaba más imitar incondicionalmente el llamado modelo griego de los siglos XVI, XVII y XVIII, ni el modelo moderno o europeo del siglo XIX; de que ahora, en la segunda mitad del siglo XX, se sujetaba su versión actualizada y menos deshumanizada a las necesidades nacionales más urgentes. Por eso se había pasado —en el discurso, desde luego— del eclecticismo porfirista al pluralismo contemporáneo, presuntamente privativo de las sociedades más democráticas occidentales.

En esos años de irresoluciones, de callejones sin salida, de desacuerdos o no conciliaciones, de declaraciones demagógicas, leímos el libro Hacia un entorno no opresivo[11], del arquitecto griego Alexander Tzonis, quien contaba en la Introducción que, desde 1969, había estado buscado respuestas a las violentas demandas estudiantiles de cambio en la arquitectura y en la sociedad. Aunque planteaba que el problema de la opresión del hombre por el hombre no se resolvía por la vía de la racionalidad, de la lógica, sino de la liberación humana, se oponía a medios destructivos e invitaba a la reflexión. Para él no se trataba de hacer volar todo en mil pedazos, sino de entender, primero que nada, que el arquitecto no puede producir ambientes no-opresivos si sólo piensa en metodologías racionalistas o científicas, no en diseños o soluciones que impliquen la desaparición del poder, así en abstracto, que mantiene la opresión hasta nuestros días. Y para demostrar que su tesis era a todas luces válida, desarrollaba la historia de cómo en el lapso de varios siglos el diseño había pasado de ser «pre-racional» a «racional», para terminar en la situación desesperada que ya se vivía a fines de los setenta, en la que había que decidir entre refugiarse en la utopía arquitectónica o unirse a la lucha en contra de la opresión humana. Inmersos en nuestras circunstancias, y sin considerar que tal historia todavía no era un «resultado de estudios terminados, sino más bien un programa abierto a futuras investigaciones»[12], la lectura del libro nos trajo el mensaje de que el arquitecto no podía cambiar nada por la vía política, a no ser que dejara su actividad de diseñador y desempeñara constantemente cargos públicos; que, como arquitecto, sólo tenía dos opciones: aguardar a que el cambio social se diera políticamente para comenzar a actuar como profesional o intentar por su cuenta incidir de inmediato, pero de manera limitada, moderada o «racional», sobre el medio ambiente urbano-social, a fin de convertirlo en uno cada vez menos opresivo. Ahora nos percatamos de que si bien no estábamos del todo equivocados, tampoco habíamos dado de lleno en el blanco. Aparte de que la visión histórica de Tzonis es muy cuestionable, porque simplifica demasiado las relaciones de los personajes y su tiempo o de los movimientos arquitectónicos y la época a la que pertenecen, o porque les hace hablar en un concierto de voces en el que todo encaja a la perfección, sin contradicciones, ni desacuerdos, en una sola narración en la que amigos y enemigos se suman gustosa y espontáneamente para rendirse ante los argumentos de Tzonis, hoy podemos decir con certeza que el verdadero punto flaco de este arquitecto es que introduce un concepto de «racional», que, si por un lado parece salvar las discusiones acerca de la naturaleza del conocer racional, si apriorística o no, por el otro está lejos de sostenerse por completo en la realidad social, en los acontecimientos históricos: «En este ensayo me referiré a las acciones “racionales” haciendo referencia al comportamiento del hombre económico contemporáneo, del hombre que hace las cosas bajo unas condiciones que le son impuestas “por la escasez de medios en relación con sus aspiraciones cada vez mayores”»[13]. Tzonis nos da aquí la ilusión de que su definición de «racional» es empírica o fáctica, porque habla de acciones y comportamiento, esto es, de la actividad humana que por definición proviene de la experiencia física e intelectual. Sin embargo, lo que termina por hacer, no es poner a prueba el concepto de comportamiento con la realidad que presuntamente le da validez y sentido, sino plantear la tesis que defiende en el libro: es imprescindible e impostergable que el hombre y «el diseño post-racional»[14] o post-económico reemplacen al «hombre económico contemporáneo» y a la arquitectura racionalista o científica, que, atrapados en el utilitarismo y las necesidades económicas, se ven incapacitados para crear ambientes no-opresivos. Es decir, Tzonis pasa de un definición a otra y otra y otra. Cae en lo que creía haber evitado, la especulación en el vacío.

El hombre de Tzonis, que realiza esas acciones, ese comportamiento, no es un hombre de carne y hueso, un hombre vivo; es decir, no es un obrero, no es un empleado, no es un capitalista, sino el hombre en general, y en el grado más abstracto posible. Por eso, ese «hombre económico contemporáneo» de Tzonis, podría ser lo mismo el obrero o el empleado que se ve forzado a vivir con estrechez que el capitalista que obtiene pingües ganancias a través de la explotación de la fuerza de trabajo, pero que ahorra e invierte para conservar su fortuna, porque, sólo en apariencia, uno y otro hacen «las cosas bajo unas condiciones que le son impuestas “por la escasez de medios en relación con sus aspiraciones cada vez mayores”». Tzonis no dice que la causa del tener que ahorrar o vivir cada vez más con estrecheces sea ni el capitalista, ni el gobernante, ni el político, ni el militar, sino las «condiciones que le son impuestas» por la misma falta de libertad. Tzonis, pues, da vueltas en círculos, nos lleva de una definición a otra sin llegar nunca a la realidad. No quiere una solución radical, sino una moderada, pero que no sea «racional», «económica» ni «científica»; que sea un simple corte voluntario, unánime y legítimo entre el pasado y el presente, entre el hombre del presente y el hombre del futuro inmediato. La pregunta es obvia: ¿puede el hombre atrapado por las «condiciones que le son impuestas», ir más allá de ellas y encontrar la justificación para que el poder renuncie a su naturaleza y se rinda a los anhelos de una comunidad solidaria y entusiasta, que propone comenzar de nuevo, sin arreglo de cuentas ni reclamaciones? Cualquiera puede pensar que Tzonis raya justo en la utopía que creía haber remontado con la breve cita al historiador británico Macfie, pero sería apresurado asumir esta respuesta como la correcta sabiendo que estamos ante un trabajo que de entrada Tzonis mismo consideró inconcluso, no terminado, «un programa abierto a futuras investigaciones». Podemos en cambio sospechar como mínimo que sin una modificación en la forma romántica o idealista de exponer el problema, el resultado seguirá estando en contradicción con las intenciones humanistas, que aspiran a tener un efecto cierto y contundente en la realidad y no quedarse en las meras palabras, en los puros bosquejos del mejor de los mundos posibles.





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NOTAS:


[1] Vargas Salguero, Ramón; Apuntes para una biografía; en Cuadernos de Arquitectura 4; editado por el Instituto Nacional de Bellas Artes - Departamento de Arquitectura; México, 1962; p. 51.

[2] Ibíd.

[3] Ibíd.; subrayado original.

[4] Ibíd.

[5] Ibíd.

[6] Ibíd.; pp. 51-52.

[7] Ibíd.; p. 52.

[8] Vargas Salguero, Ramón; Algo más sobre Villagrán; en Cuadernos de Arquitectura 13; editado por el Instituto Nacional de Bellas Artes - Departamento de Arquitectura; México, 1964; pp. 23-24.

[9] Ibíd; p. 23.


[11] Tzonis, Alexander; Op. Cit.; Hermann Blume Ediciones; Madrid, 1977.

[12] Ibíd.; p. 5.

[13] Ibíd.; p. 25.

[14] Ibíd.; p. 134.

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