miércoles, 23 de enero de 2019

Lecturas en escorzo

POR MARIO ROSALDO


Hablábamos de cuando comenzamos a leer literatura y al mismo tiempo filosofía en la escuela de bachilleres y de cómo, mucho antes de ingresar a la universidad, el concepto de la arquitectura ya había cambiado de una actividad artística a otra técnica. Habría que aclarar que antes del bachillerato ya leíamos literatura infantil y era por el mero gusto, sin la obligación y sin la supervisión de las profesoras, sin tener que contar sílabas ni reconocer tropos o figuras literarias; sin tener que aprender los nombres en sánscrito romanizado de la literatura hindú. Filosofía no leíamos antes de la adolescencia, pero sabíamos de ella por los dichos populares o por los medios gráficos de diversión e información general. Nuestro interés por la literatura universal comenzó al final de la infancia, pero en el bachillerato se nos encausó a la literatura nacional, en especial a la de la revolución mexicana. Leímos autores como Mariano Azuela, Agustín Yañez y Juan Rulfo. Sin embargo, a la par de la materia de filosofía, la de literatura también nos acercó al existencialismo. En la escuela era común ver a los jóvenes bachilleres leyendo, entre otros libros, los de Camus y Sartre, o incluso de Hesse, a quien la crítica literaria no consideraba existencialista, sino romántico. El nombre y algunos libros de Nietzsche eran muy conocidos y hasta reverenciados, y todos parecían entender sus agudos aforismos. No hemos mencionado la materia de lógica porque fue poco lo que en esos años influyó en nosotros en particular. Eso ocurrió después, estando ya en la universidad, cuando, estimulados por una investigación personal, tratamos de entender cuál era la diferencia entre el método de la ciencia y el de la filosofía. Por el enfoque empírico-racionalista predominante en nuestra educación generacional suponíamos, y desde luego no sólo nosotros, que la lógica de los silogismos era el método de la ciencia. En la materia de lógica nunca se nos dijo esto, lo dedujimos por creer que la ciencia era a la vez empírica y racional, pero en el sentido más abstracto de los términos. Las materias de física y de química, con sus respectivos laboratorios, nos habían explicado que el método de la ciencia era la experimentación. Pero en ese momento no les prestamos la debida atención. Aturdidos como estábamos con la vida y el mundo, y las novedades —las modas—, que descubríamos todos los días. Muchos seguimos creyendo hasta la universidad que la ciencia se regía por la lógica silogística. Algo semejante sucedió con la idea que nos formamos de Freud y el psicoanálisis, creíamos que él pregonaba que la sociedad era represora. Nunca fue así. La idea de la represión social no vino de Austria, sino del Reino Unido y de los estudios antropológicos funcionalistas. Para Freud la represión surge del individuo, de una moral interna, que de manera natural le autorregula o que, más freudianamente, le hace oscilar entre lo normal y lo perverso. La tendencia a malinterpretar la información, pues, estaba generalizada, no era exclusiva ni de nosotros ni de nuestra generación.