lunes, 19 de abril de 2021

Lecturas a contravuelo

POR MARIO ROSALDO



Entre los libros que nos llevaron a la arquitectura moderna o que diferenciaban en diversos grados el funcionalismo del organicismo y, en algunos casos, la arquitectura historicista de la concebida como adecuada respuesta técnica a su propia época, están sobre todo: Pioneros del diseño moderno de Nikolaus Pevsner, Autobiografía de una idea de Louis H. Sullivan, Espacio, tiempo y arquitectura de Sigfried Giedion, Hacia una arquitectura orgánica y Saber ver la arquitectura de Bruno Zevi, La arquitectura moderna de Gillo Dorfles, Teoría y diseño arquitectónico en la primera era de la máquina de Reyner Banham. En algún momento también consultamos libros, o por lo menos los hojeábamos, como Las siete lámparas de la arquitectura de John Ruskin, La cultura de las ciudades y La ciudad en la historia de Lewis Mumford o La revolución urbana y De lo rural a lo urbano de Henri Lefebvre, Los hijos de Sánchez y Antología de la pobreza de Oscar Lewis, El mundo primitivo y sus transformaciones de Robert Redfield o Idea de la historia de R. G. Collingwood. Algunos de estos libros estaban, o bien en la biblioteca de la escuela, o bien en la Biblioteca Central de la Universidad; o, en última instancia, los comprábamos en las librerías de Xalapa o Ciudad de México. Y entre las revistas que leíamos muy esporádicamente estaban: Calli, Domus, Architectural Record, L'Architecture d'aujourd'hui y otras semejantes. Desde luego que las ideas no quedaron claras desde un principio, tuvo que pasar bastante tiempo para que encontráramos un sentido lógico a esta información a veces tan contradictoria. Algunos libros los leímos superficialmente y no volvimos a ellos, sino hasta más tarde. En cambio, hubo otros que desde entonces leímos con regular frecuencia. Ahora, aquí cabe aclarar a los lectores en general, algo que todo estudiante de arquitectura sabe: la información no nos llegaba únicamente a través de las lecturas, sino también a través de los rápidos y sucintos comentarios de los profesores, dichos durante la presentación del proyecto arquitectónico, que el estudiante debía resolver para ser evaluado, o durante la exposición grupal del resultado parcial o final de lo programado, o, con menos frecuencia, en alguna conferencia ofrecida para reforzar un poco los conocimientos teóricos o prácticos, o hasta en una reunión informal fuera del aula y del taller, y ciertamente a través de las conversaciones con los compañeros acerca de lo que sabían de tal o cual tema porque lo habían leído o porque alguien les había compartido el dato; así nos enterábamos de las publicaciones o de las obras de Christopher Alexander, de Paolo Soleri, de Yona Friedman, de Kenzo Tange, de los metabolistas o de Hassan Fathy.

Lo primero que supimos del organicismo fueron las definiciones de Louis H. Sullivan (Form follows function) y la de Frank Lloyd Wright (una arquitectura integral), que compartía con matices propios Walter Gropius, así como la división tripartita de Bruno Zevi (organicismo naturalista, biológico y espacial)[1]. Pero no lo supimos así de manera explícita, con exactitud conceptual y teórica, mucho menos crítica; lo aprendimos pragmáticamente, mediante una permanente «puesta en situación» (ejercicios que habrían de hacernos asimilar, o, en el mejor de los casos, interpretar, los conceptos y los valores que se nos quería enseñar como principios arquitectónicos). De entrada, el taller en que comenzamos los ejercicios de proyecto o diseño, era definido como «integral y vertical». Y los ejercicios mismos consistían por lo regular en el desafío de la planta libre o del espacio de usos múltiples. Lo ideal era buscar el equilibrio entre forma y función, sin olvidar la estructura que debía articular al conjunto. Como parte de los desafíos o «puestas en situación», se hablaba de las repentinas, que era una vieja tradición de la Escuela Nacional de Bellas Artes. Con cierta frecuencia se salía a la ciudad, a la periferia o a otras ciudades para detectar, enfrentar y resolver problemas reales. Se hablaba en efecto de la función social de la arquitectura, pero pensando no tanto en el ideario de la escuela de la Bauhaus como en la teoría de José Villagrán, pues varios de los profesores fundadores de la facultad, y varios de aquellos que continuaban su ejemplo, se habían formado en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de la Ciudad de México, a la que también se conoce todavía como la Escuela Nacional de Arquitectura. Encima, la realidad de vivir en los setenta en un país «en vías de desarrollo» o «tercermundista» era innegable. Era, pues, a través de la vivencia individual y colectiva del accionar proyectivo, que se debía entender el criterio de diseño que los profesores deseaban transmitir a sus estudiantes. Se sabía que había una teoría arquitectónica, pero no había menciones directas de ella, ni por parte de los profesores, ni por parte de los estudiantes; en realidad apenas se la aludía, más bien, se la intuía. Aunque los profesores tenían sus particulares marcos teóricos de referencia, ellos trataban de que los estudiantes sacaran sus propias conclusiones de las «puestas en situación», de los procedimientos empíricos, no de las palabras en sí que se pudieran decir. Por lo demás, a ellos les importaba en especial desarrollar las habilidades prácticas de los estudiantes en la solución de proyectos. Las precisiones teóricas podrían venir después, contando ya con lo fundamental.

Aunque la instrucción pública de los gobiernos de la primera mitad del siglo XIX veía en el método de enseñanza mutua de Joseph Lancaster una manera de ofrecer educación gratuita a las clases más pobres, proponiéndose aunar «la moral y la ilustración», «las artes y las ciencias», la «instrucción y la moralidad», desde 1827, es decir, desde la muerte de Johann Heinrich Pestalozzi, los periódicos de la Ciudad de México inician una especie de campaña para sensibilizar la opinión pública nacional respecto a la necesidad de establecer la educación integral como la mejor solución para educar a la niñez y a la juventud mexicana. Con todo, no será sino hasta el último tercio del siglo XIX que la influencia de Pestalozzi se hará más notoria, pues, pese a la difusión creciente del positivismo en Europa y América, en los gobiernos liberales y conservadores del México decimonónico, se mantiene la tendencia a conciliar, tanto en los hechos como en el discurso, la tradición con el liberalismo y, en general, la religión con la ciencia, pero más por intentar combinar el viejo modelo económico y político del Estado tutelar colonial con la teoría del Estado moderno republicano, que por defender un proyecto inédito de nación. Es decir, para poder resolver en los hechos los problemas estructurales más acuciantes de la sociedad mexicana del siglo XIX, el Estado apostaba por la formación de una clase media que frente a la clase alta poseyera una sólida moral y frente a los pobres resultara más organizada, más confiable. Mientras surgía esa clase social, el Estado sería el garante del cumplimiento cabal de las leyes, el fomentador de la riqueza nacional y el encargado de educar al pueblo para elevarlo a la más alta cultura. Así, en 1875, siendo Secretario de Justicia e Instrucción Pública en el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada, José Díaz Covarrubias escribe: «Las Escuelas Normales para mujeres, tienen una importancia especial. Un eminente pedagogo, Pestalozzi, ha visto en la mujer el tipo educador de los niños» y resumía su planteamiento de mejoras en la instrucción primaria, secundaria y profesional con estas palabras: «La educación fundamental debe tener por objeto enseñar al hombre a comprender y conocer el mundo físico y moral en que vive; debe darle la clave para que se dé cuenta de un modo inteligente y real, de los diversos fenómenos o hechos que le rodean y que tienen constante influencia sobre su personalidad»[2]. En el Congreso Pedagógico de 1889, ya en pleno porfirismo, el suizo-mexicano, Enrique C. Rébsamen, expone: «He aquí el principio fundamental de la enseñanza moderna, proclamado por primera vez por Pestalozzi, preconizado hoy por todos los pedagogos, y formulado nuevamente por Herbert Spencer: LA ENSEÑANZA DEBE CONFORMARSE, EN SU ORDEN Y MÉTODO, A LA MARCHA NATURAL DE LA EVOLUCIÓN FÍSICA Y PSÍQUICA DEL HOMBRE». Y concluye: «La enseñanza que recibe el niño en la escuela, tiene en la mayoría de los casos una influencia decisiva sobre su porvenir. Tenedlo presente, maestros, y formad hombres del presente y no del pasado! Abdicad la rutina en vuestra enseñanza, e introducid los principios modernos! Sólo así formaremos una generación, intelectual, moral y físicamente vigorosa y robusta»[3].

Antes del estallido de la revolución maderista, en 1910, en el discurso que da durante la inauguración de la Universidad Nacional, Justo Sierra también abraza esta misma visión integralista de la educación: «Porque ser fuertes, ya lo enunciamos, es para los individuos resumir su desenvolvimiento integral, físico, intelectual, ético y estético, en la determinación de un carácter. Claro es que el elemento esencial de un carácter está en la voluntad; hacerla evolucionar intensamente, por medio del cultivo físico, intelectual, moral, del niño al hombre, es el soberano papel de la escuela primaria, de la escuela por antonomasia; el carácter está formado cuando se ha impreso en la voluntad ese magnetismo misterioso, análogo al que llama a la brújula hacia el polo, el magnetismo del bien. Cultivar voluntades para cosechar egoísmos, sería la bancarrota de la pedagogía; precisa imantar de amor a los caracteres; precisa saturar al hombre de espíritu de sacrificio, para hacerle sentir el valor inmenso de la vida social, para convertirlo en un ser moral en toda la belleza serena de la expresión; navegar siempre en el derrotero de ese ideal, irlo realizando día a día, minuto a minuto; he aquí la divina misión del maestro»[4]. Evocando a su maestro Justo Sierra, pero también conciliando los ideales de la revolución rusa de 1917 con la moral cristiana, José Vasconcelos escribe en 1921: «En efecto, no sólo la razón nos dice que todos los hombres tienen derecho al bienestar y a la luz, no sólo las más poderosas corrientes del pensamiento contemporáneo proclaman esa verdad, como el fin augusto de la vida colectiva, sino que aún la historia, el pasado mismo, nos demuestran que cada pueblo se distingue y alcanza poderío, únicamente cuando ha logrado organizarse conforme a bases de justicia; sólo cuando todos o casi todos sus habitantes han sido libres y fuertes, igualmente libres y fuertes, no sólo en los derechos teóricos, sino también en las posesiones materiales y en la educación personal»[5]. Por último, en la clausura de los Cursos de Verano de la Universidad Nacional de 1925, el Secretario de Educación del gobierno de Plutarco Elías Calles, José Manuel Puig Casauranc, declara que los maestros rurales son «verdaderos intuitivos que procuran una educación integral, que enseñan a amar y a cultivar la parcela, que señalan al pueblo sus deberes, que animan con su optimismo a los humildes; que hacen la obra nacional educativa y de esperanza, completa e integral que es necesaria en México»[6]. Esto prueba que, por lo menos en la retórica, no se imponía por parte del Estado, ni obregonista, ni callista, pero tampoco porfirista, la sola enseñanza científica y técnica, como nos hace pensar la protesta contra el positivismo de varios distinguidos intelectuales de la época como José María Vigil o Vasconcelos mismo. Se impulsaba más bien una formación integral. Se concebía la enseñanza al mismo tiempo como técnica y moral, como científica y humanista. El problema era que, sin cambios reales en la estructura social, la presunta convivencia de los opuestos en la pura inteligencia, no podía convertirse en los hechos en promotora de la nueva sociedad y de la nueva cultura que se deseaba. Pese a la retórica esgrimida, las luchas armadas entre liberales y conservadores no tuvieron nunca el propósito de destruir las viejas estructuras feudales, sólo querían llegar a la «prosperidad general» de la sociedad capitalista sin renunciar del todo al modelo de Estado tutelar heredado de la Colonia, ni a los atavismos idiosincrásicos del mexicano, que se percibían como su primera y única naturaleza.

A partir de los años treinta se hizo general en varios países, no sólo en México, la idea de que la nueva arquitectura se caracterizaba por su «funcionalismo», o que era «funcional», atribuyendo la definición a Gropius, quien en realidad jamás habló de un puro funcionalismo, o a Le Corbusier, quien ciertamente habló de la «máquina para vivir», pero en el sentido de que el viejo concepto de arte era sustituido con su forma más moderna, expresionista, abstracta, cubista e industrial. Para corroborar la percepción que se tenía en México en esa década, veamos el ejemplo de Justino Fernández. En su Arquitectura Contemporánea[7] de 1938, A sus 34 años, Fernández se esfuerza por entender qué es la llamada arquitectura funcional. Uno podría pensar que la nebulosa que le lleva a la pregunta tiene que ver con el hecho de que, mucho antes del movimiento «funcionalista», entre los médicos ya se hablaba de «arquitectura funcional» o, en general de un «funcionalismo», para referirse al conjunto coordinado de funciones que un cuerpo, o parte de él, debía desempeñar: el «funcionalismo muscular», el «funcionalismo endocrino» o el «funcionalismo animal». Pero no es así. Fernández arranca más bien de Lewis Mumford, quien, si por un lado va a rechazar más tarde, en La ciudad en la historia, la originalidad de Le Corbusier, por el otro se adhiere desde los años veinte, cuando menos, al principio organicista de Louis Sullivan, de que la forma sigue a la función, y tal vez también se adhiere a la arquitectura integral de Wright. Fernández toma de guía el concepto negativo de máquina de Lewis Mumford[8], para pronunciarse en contra de la «arquitectura funcional» porque no cree posible unir lo mecánico con lo humano, porque le parece que: «La idea puramente utilitaria, encargada de satisfacer únicamente las necesidades físicas, conduce a la desintegración orgánica del individuo, a la desunión del esteta y del técnico, produciendo una situación arbitraria e incongruente, fuera de toda realidad vital». Pensando probablemente en Mumford y Wright, o también en Gropius, o acaso en lo dicho por alguno de los jóvenes arquitectos mexicanos, Fernández considera que «es inútil todo esfuerzo individual para la creación de una arquitectura, llamémosle integral, ya que [en la situación de crisis en la que vivimos] no se tienen en la mano los elementos culturales que permiten esa creación». Esa falta de integración se vería en dos tendencias contradictorias de los arquitectos nacionales: «El movimiento conocido con el nombre de "funcionalismo" se introdujo en México por el entusiasmo de los arquitectos jóvenes, algunos de los cuales tienen un sentido artístico, en el auténtico significado de la palabra. Paradójicamente, como sucede tan a menudo, los que tienen una inclinación más bien científica buscan la expresión artística en sus composiciones, no queriendo llevar al extremo la teoría, y aquellos que son artistas, tratan de ser científicos y racionalistas con el entusiasmo propio de los espíritus líricos. Este entusiasmo y actitud radical, para cortar con el pasado, son típicos en todo movimiento romántico que desea crear un nuevo estilo». En realidad, Fernández se equivoca, el movimiento romántico no fue nunca un corte con el pasado, siempre fue una vuelta al pasado anterior a la industrialización capitalista, fue una vuelta a la Edad Media, al feudalismo y, en el caso más radical, fue un regreso simbólico a la naturaleza anterior a toda civilización; de ahí que se inclinaran por la cultura, por los sentimientos, por la intuición, por la sinrazón, etc. Pero con esa alusión a la ruptura total con el pasado, nos damos cuenta de que Fernández ya conocía el rechazo académico al presunto anti-historicismo moderno de la Bauhaus, Le Corbusier y otros. Por otro lado, cuando habla de que los jóvenes arquitectos mexicanos «funcionalistas» parecen no querer llevar la teoría al extremo, Fernández sugiere que buscan posiciones intermedias, conciliadoras. Este otro pasaje suyo lo confirma: «Las mejores creaciones de los arquitectos mexicanos tienen esa mezcla de una delicada sensibilidad hacia la expresión plástica, y una mirada clara y comprensiva para lo funcional: ésta es la razón de que sean tan atractivas. Los arquitectos funcionalistas rechazan el título de artistas: quieren ser científicos. ¡Ojalá que todos lo fueran!; pero hay algunos de ellos que tienen algo más que decir. Nosotros creemos muy difícil que el funcionalismo puro tenga buen éxito en México, y de hecho lo estamos presenciando: el público necesita algo más que una máquina, aunque ese "algo más", a veces, desearíamos que no existiera». No obstante esta incertidumbre, Fernández les concede un mérito: le parece que el «funcionalismo» es el primer movimiento arquitectónico que se recibe sin atraso en nuestro país. Precisa que «los precursores del funcionalismo en México» surgen lo mismo del desarrollo de la arquitectura nacional, que buscaba su propia identidad en las formas de la Colonia o de los monumentos precortesianos, que del enorme efecto que le parece que tuvo sobre el país la Exposición Internacional de París de 1925. Es evidente, entonces, que para Justino Fernández el «funcionalismo» mexicano fue, de un modo u otro, importado por completo de Europa.

En su Panorama de 62 años de arquitectura mexicana contemporánea (1900-1962)[9], José Villagrán García escribe acerca de una «doctrina» que habría surgido de los profesores universitarios como Carlos M. Lazo, Federico E. Mariscal, Francisco Centeno, Manuel M. Ituarte o Paul Dubois. Y que habría consistido en abandonar, en la práctica y en la teoría, en ese orden, el concepto de «estilo estático» heredado de la tradición clasicista o del historicismo. En efecto, Villagrán García afirma que en los años 1920 estos profesores de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional terminan por dejar de prestarle atención a los libros que sobre la teoría del estilo aparecían en Europa. Gracias a eso pudieron trabajar de manera independiente y sin influencias respecto a lo que se buscaba en aquel continente y lograron establecer algunos principios arquitectónicos propios más congruentes con la realidad del México de esa época. Los primeros principios fundamentales serían: «Se había alcanzado el concepto de estilo dinámico y su identificación con los de forma y expresión. Se trataba de encontrar una auténtica forma-expresión de la cultura de nuestro tiempo y lugar». Otro principio tan decisivo como los anteriores habría sido el establecer que la estética arquitectónica no se expresa por medio de la pura geometría, sino por «el espacio integrado por formas de edificación». Esto significaba que, para dominar su medio de expresión, el arquitecto debía ser a la vez «artista y técnico de la edificación». Con Julien Guadet, estima Villagrán García, los arquitectos mexicanos habrían llegado al «principio de “verdad”» que, como principio puramente lógico, exigía una «triple concordancia entre forma, finalidad y medio»[10]. No sólo había que dominar la técnica constructiva, sino que también había que poseer un conocimiento científico de aquella finalidad perseguida, esto es, del problema que se quería resolver. La concepción dinámica de estos principios permitió ver en la previa investigación del problema para la formación de un programa la «premisa de toda composición». Esto habría dado paso a un cuarto principio propio: «la integración del valor arquitectónico», que Villagrán García divide en «otros [principios] simples y autónomos»: «lo útil», «lo lógico», «lo estético» y «lo social». Habiendo puesto a sus lectores en antecedentes, hace un señalamiento que es expresión de su extrañeza: «Aquellos que han calificado Ia nueva arquitectura mexicana de funcionalista significando con este vocablo que ha ignorado lo estético por satisfacer lo útil y lo social, no conocen la doctrina expuesta por nuestra Escuela de Arquitectura desde el año de 1924 y quizás tampoco Ia señalada paralelamente, aunque en forma distinta, por funcionalistas europeos, como Gropius por ejemplo. Cabe señalar cómo, precisamente por nunca haber divorciado ni en la teoría ni en el intento práctico lo estético de los demás valores integrantes del arquitectónico, entre nosotros no se ha registrado Ia conversión hacia lo plástico que hace poco han tenido connotados y conocidos seguidores de Ia teoría técnico-genética del arte, totalmente liquidada»[11]. Es decir, Villagrán García no se opone a ser etiquetado de funcionalista, siempre y cuando no se entienda con ello un puro utilitarismo, pues al haber tenido como punto de partida a Guadet, la belleza siempre fue para ellos (profesores y estudiantes) uno de los valores que persiguieron, sólo que no dando un orden a los elementos constructivos dentro del todo estático clasicista, sino rompiendo ese todo para generar un movimiento, una evolución. Cuando Ramón Vargas Salguero trata de explicarnos cómo fue que Villagrán García llegó muy temprano, en 1925, a una obra tan funcionalista como la del Instituto de Higiene ubicado en Popotla, pasa por alto este rompimiento, que genera un espacio, un todo dinámico. En vez de eso, enfoca el peso que debía haber tenido tanto la teoría de Guadet como la necesidad de plantear soluciones nuevas para problemas nuevos en el ánimo de los universitarios mexicanos[12]. En la exposición de Villagrán García hay la preocupación por demostrar que, en verdad, ya se tenía claro en la escuela, antes de 1925, la importancia de conjugar los valores estéticos con los utilitarios y los demandados por el Estado y el pueblo: los sociales. Quizá por eso pierde de vista la explicación exacta de cómo pudo llegar a un programa estrictamente funcionalista para el caso del instituto. Se entiende que habría aplicado la teoría propia de los cinco principios, pero eso significaría que la teoría, que publicará hasta 1940, ya estaba del todo madura desde entonces. Cosa que no fue así, según lo que explica Vargas Salguero al comentar el problema axiológico al que se enfrentaba Villagrán a fines de los años treinta[13]. Villagrán había aprendido que una obra de arquitectura era bella si al mismo tiempo era verdadera, según enseñaba Guadet. Esto es, para ser verdadera una obra debía corresponder a su época en el uso de materiales nuevos y técnicas constructivas nuevas, y debía ser funcional en sentido estricto y no sólo aparentar serlo, ¿por qué entonces —se preguntaba Villagrán García— una obra que no era verdadera como la iglesia de la Madeleine se consideraba bella? Según Vargas Salguero, la solución llegó hasta fines de los treinta con las notas que sobre Max Scheler publicó Manuel García Morente y, luego, con la traducción al español de la obra de Scheler sobre los valores: estos no dependen entre sí, son absolutos. O bien la teoría villagraniana ya estaba madura desde hacía tiempo y sólo necesitaba resolver ese conflicto, o bien la teoría va a ir madurando con el paso de los años. Las palabras de Villagrán García sugieren lo primero, pero queda la duda porque esto lo afirma en una época posterior: no se sabe si eso sucedió tal como lo recuerda, o si en realidad las etapas formativo-históricas de su teoría se traslapan por escribir sobre ellas en retrospectiva. De cualquier manera, es de resaltar que Villagrán García se va al extremo opuesto de Guadet[14]. Éste deja la teoría en segundo lugar, por eso se encuentra algo dispersa entre los ejemplos que nos da de los elementos constructivos, cuya combinación dentro del todo arquitectónico clasicista es lo que más le importa. Desde este punto de vista, el enfoque guadetiano es más empírico que teórico, por eso, para que Villagrán García llegara a un resultado tan funcionalista como el del instituto, tuvo que ir también de lo empírico a lo teórico (no al revés); esto es: ir más allá de esa condicionante del todo estático y del todo construible como belleza y verdad clásicas, académicas. Para lograrlo, pudo experimentar con modelos o con construcciones a escala, pero sobre todo pudo observar in situ los procesos constructivos de las obras de sus profesores, las propias o las de sus contemporáneos, para ver confirmados en aquéllas los principios que todos enseñaban y defendían, para extraer en el mismo viaje los principios teóricos que él en particular buscaba. La retrospectiva, puede hacernos ver el proceso histórico de manera fragmentada e invertida: primero lo teórico y tiempo después lo práctico. Lo más probable es que todo haya sido casi simultáneo, casi al unísono, pero la base empírica o experimental no fue nada despreciable.

No ponemos en duda su originalidad con respecto al movimiento moderno europeo, pues Jesús T. Acevedo también llega a una concepción independiente de una arquitectura integral u orgánica[15], impulsado más por las condiciones nacionales, que ya hemos mencionado, que por sus estudios de la historia del arte universal. Pero el descubrimiento de Acevedo pasa desapercibido para la mayoría de los arquitectos nacionales, debido a que, en su época como en la nuestra, no existe una coincidencia de voluntades entre el artista y el pueblo, que conduzca a su realización. Y sucede algo semejante con la teoría de Villagrán García. En los hechos, el énfasis gubernamental estaba puesto en la práctica, más que en la conjunción teórico-práctica, pues las teorías sobre la sociedad y la cultura ya estaban dadas, sólo había que aplicarlas, sólo había que obtener resultados inmediatos. Aunque la arquitectura moderna daba un nuevo rostro al México de los cuarenta y cincuenta, en la esfera política no se la veía ni como un medio para cambiar las condiciones de vida del pueblo, ni para sensibilizarlo culturalmente. Por lo demás, hasta ahora nuestros historiadores y críticos de arquitectura han defendido posiciones teóricas que les acercan a la política, o les alejan de ella, para ver en la arquitectura moderna nacional sólo un derivado de las obras y las ideas de Le Corbusier y de Gropius, o para subrayar sólo el idealismo con el que procedieron tanto europeos como nacionales reduciendo el estudio de la historia a un burdo esquema preconcebido. No han surgido ni historiadores ni críticos que rompan estos viejos moldes. El reto para las nuevas generaciones es ser objetivas a pesar de sus intereses partidistas, pero sobre todo a pesar de las «nuevas» tendencias en la historiografía reciente de someter la realidad a la subjetividad, al capricho, a la voluntad, incluso al orgullo del recién llegado, que no reconoce el acontecimiento más que como una fantasía personal, como una interpretación basada en preferencias arbitrarias, como una retrospectiva que se valida a sí misma por el grado de espontaneidad que puede alcanzar. Unos se equivocan porque toman en serio las presuntas nuevas tendencias, otros porque sólo buscan hacerse de un nombre para medrar en el medio académico. Unos no tienen tiempo para investigar, otros ni siquiera ven que haya una razón para hacerlo con un mundo al borde del colapso climático. Antiguamente, cuando la información era casi inaccesible, nos inspiraban los viejos autores, ahora serán los jóvenes los que tengan que inspirarnos a todos, pues tienen a la mano como nunca antes mucha de la experiencia y mucho del conocimiento mundial que se ha reunido a través de los siglos. Habrá que apostar por ellos, pero también hay que apoyarlos siempre que se pueda y que nos lo permitan.




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NOTAS:


[1] Según sus admiradores, será Zevi quien mejor aborde el tema de la arquitectura orgánica, al diferenciar entre aquella que buscaba imitar la naturaleza, como habrían hecho en parte Gaudí y el Art Nouveau, y aquella a la que se concebía como un todo armónicamente articulado o como un cuerpo humano (Zevi pone de ejemplo aquí a los expresionistas), de lo que sería su propio organicismo, que en su opinión suponía ser un adelanto con relación a las anteriores, porque ya no se valdría de metáforas naturalistas ni biologistas para remitirnos a cosas externas y ajenas a la arquitectura, sino que ahora se enfocaría una parte real y esencial de ésta, a la que —a juicio del pensar moderno— la define propiamente como tal: el espacio. La organicidad que Zevi defendía era precisamente la plasticidad y la versatilidad que tenía la planta libre, que ya había sido impulsada en especial por Le Corbusier. Admiraba a Frank Lloyd Wright pero no compartía su concepto de la organicidad, que era naturalista, justo porque prefería creer que el espacio era lo que verdaderamente constituía y definía al objeto arquitectónico. Pero no dedicó mucho tiempo a discutir sobre qué era o qué no era el espacio. Prácticamente tomó el espacio como un hecho establecido por toda la cauda de autores que, desde los años veinte y treinta, ya habían hablado sobre él como característica de la arquitectura moderna. El matiz o la aportación zeviana fue hacerlo ver no sólo como el elemento aglutinante de todas las formas y de todas las funciones, sino también como el crisol, por decirlo así, donde se manifiestan las actividades sociales en su desarrollo histórico.

[2] Díaz Covarrubias, José; La instrucción pública en México; Imp. del Gobierno, México 1875; p. CXX. Ibíd.; p. CCIX-CCX.

[3] Rébsamen, Enrique C.; La enseñanza moderna y la antigua, en México Intelectual, 1889, p. 180; ibíd.; p. 184; subrayados originales.

[4] Sierra, Justo; Discurso en la inauguración de la Universidad Nacional de México, 1910

[5] Monteverde, Enrique y Loera y Chávez, Agustín (directores); El Maestro, Revista de cultura nacional; Departamento Universitario; Talleres Gráficos de la Nación; México 1 de abril de 1921; Tomo I, p. 6.

[6] Puig Casauranc, José Manuel; Discurso en la ceremonia de clausura de la Escuela de Verano el día 21 de agosto de 1925; en el Boletín de la Secretaria de Educación Pública del 1 de septiembre de 1925; p. 7.

[7] Fernández, Justino; Op. Cit.; Ediciones de la Universidad de México, Cuadernos de Arte No. 4; en la revista Universidad de México; Tomo V, No. 27; Abril de 1938; s. p.

[8] Mumford, Lewis; The Story of Utopias; Boni & Liveright, Inc.; New York, 1922. Baste esta cita para captar el sentido en que Mumford hablaba en esos años de máquina y maquinaria: «Nuestras utopías del siglo XIX, si exceptuamos las de Fourier y Spence y unas cuantas más distinguidas a las que llegaremos luego, no sueñan en un mundo renovado: siguen añadiendo invenciones al actual. Estas utopías se vuelven vastas redes de acero y reglas burocráticas, hasta que sentimos estar atrapados en la Pesadilla de la Era de la Maquinaria; y que nunca escaparemos. Si esta caracterización parece injusta, ruego al lector compare las utopías anteriores a Bacon con las utopías posteriores a Fourier, y descubrirá cuán poco significado humana queda en la utopía post-siglo XVIII cuando la maquinaria a favor de la buena vida desaparece. Estas utopías son pura maquinaria: el medio se ha vuelto el fin, y el genuino problema de los fines se ha olvidado». Traducción nuestra; p. 90.

[9] Villagrán García, José; Op. Cit.; en Cuadernos de Arquitectura; México, octubre de 1963; No. 10.

[10] Ibíd.; pp. VIII-X; subrayados originales.

[11] Ibíd.; p. X; subrayado original.

[12] Vargas Salguero, Ramón; Apuntes para una biografía; en Cuadernos de Arquitectura No. 4; Enero 1962; p. 47 y ss.

[13] Ibíd.; pp. 53-58.

[14] Guadet, Julien; Éléments et théorie de l'architecture; Tomos I-IV; Librairie de la Construction Moderne; Paris, 1909.

[15] Véase nuestra publicación Jesús T. Acevedo: Apariencias arquitectónicas; en Ideas Arquitecturadas, 1 de septiembre de 2017.

2 comentarios:

  1. Arq. Rosaldo gran investigación nos has mostrado en este escrito, no hablo de la crítica de arquitectura, hablo de la investigación acerca de la educación en nuestro país, que de manear histórica se ve la preocupación por una educación integral, ya en cuanto a la arquitectura esta parte del funcionalismo y de la posición de Villagrán ante sus proyectos y propuestas, de que si fué primero la teoría y después la praxis, sería intuición al diseñar y después lo justificó?, en fin un escrito muy interesante, felicidades por compartirnos tus investigaciones

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  2. Si te fijas, Jorge, esa investigación de la que brota la brevísima historia de la educación en México aquí esbozada es justo lo que echas a un lado, la crítica de arquitectura. Evitemos especular en el vacío, mejor atengámonos a los documentos, lo más que se pueda. La obra funcionalista del Instituto no nace de la nada en un acto intuitivo a priori: al decir que influye en él la práctica profesional de sus profesores y colegas, Villagrán García nos da la pista de que esa actividad constructiva de terceros fue su base empírica inicial, un punto de partida nada despreciable. Gracias por tu comentario y disculpa por la tardanza en responderte.

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